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Um Kulzum, el Astro de Oriente

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El 3 de febrero de 1975, cuatro millones de egipcios conmocionados se echaban a las calles acompañados por miles de personas que se habían desplazado hasta el Cairo y, en la distancia, por otros millones del mundo entero que lloraban con ellos. El ejército tomó las calles, se paralizaron las emisiones de radio y televisión, y se declararon varios días de luto oficial. No era el fin del mundo, pero sí el final de un mundo: había muerto Um Kulzum.

Dice Michael Goldman, director del magnífico documental “Oum Kelthoum, a voice like Egypt” que ella “tenía la musicalidad de Ella Fitzgerald, la presencia pública de Eleanor Roosevelt, y la audiencia de Elvis Presley”. Tenía y tiene: desde hace 75 años, Oum Kelthoum es la número uno indiscutible en el mundo árabe, la que sigue vendiendo más discos, la que se programa con más asiduidad en las radios, en las televisiones, la que más retratos tiene colgados en las paredes de los colmados, de los cafés, desde la medina de Casablanca hasta el Bagdad en llamas, pasando por Dakar, por Jartum, por Paris. En los pueblos de montaña, donde aún no alcanzan la televisión ni sus estrellas poperas, se escucha a Oum Kelthoum; en las grandes ciudades, las familias respetables la adoran como expresión clásica del refinamiento árabe, y los chicos malos del instituto la adoran por su cantar desgarrado, que acompaña tan bien las fumadas clandestinas de hachís. Ella es para todos y en todo momento. Um Kulzum es indiscutible.

Su biografía está a la altura del mito: nació a principios del siglo XX en un pueblo campesino del delta del Nilo, pobre y mujer. Su padre, imam del pueblo, la mandó durante un par de años a la escuela coránica. En ella Um Kulzum apenas aprendió a leer y a escribir; pero aquel tiempo fue decisivo: aprendió el arte de la recitación, desarrolló la memoria con el texto más difícil, el Corán, y adquirió una dicción tan extraordinaria que fascinó a los grandes poetas árabes durante el resto de su vida. Todo esto siendo una niña pobre y casi analfabeta.

Su padre cantaba temas religiosos en los pueblos de la zona y a menudo Um Kulzum lo acompañaba, siempre vestida de niño, hasta que aquella voz extraordinaria de dicción impecable empezó a hacerse conocida por la región… y fue invitada a cantar en una fiesta privada de la alta sociedad de El Cairo. En el año 1923, se instaló, junto con su familia, definitivamente en la ciudad: tenía 19 años, un padrino de la burguesía progresista, al gran compositor Abu Muhammad a su servicio y al poeta Ahmad Rami completamente enamorado de ella. Entre todos ellos la modelaron: animaron su presencia escénica, renovaron su vestuario, la adiestraron en reuniones sociales, y le enseñaron la poesía clásica. A principios de los años 30, Um Kulzum ya no era la beduína que cantaba vestida de chico, sino la mujer irreductible, imponente, seductora, segura, que conocemos hoy. Contrató a músicos profesionales, incluyó instrumentos occidentales (como el violonchelo) en su acompañamiento, dejó el repertorio piadoso para desarrollar temas profanos, se quitó el velo y se puso un turbante que también se quitó, despidió a su agente y se puso a negociar personal e inflexiblemente sus contratos, y se construyó una casa-fortaleza en la que vivió siempre. Su fama, su fortuna, su carrera se retroalimentaban: cuanto más crecían más se le acercaban los mejores compositores, los mejores poetas jóvenes: todos querían escribir para ella, y uno de sus méritos es la precisión con que escogió su repertorio. Solo lo mejor para la mejor. Durante años, el primer jueves de mes, Radio Cairo emitió los conciertos de Um Kulzum: los políticos organizaban su agenda de modo que nada importante sucediese en esas horas en que el mundo estaba parado.

Su gran enemigo, el único que en la época de los cantantes míticos (Farid el Atrache, Abdelhalim Hafez, Asmahane) fue capaz de estar a su altura, era Mohammed Adel Wahab. Cuanto más clásica se ponía Um Kulzum, más innovadores eran los temas que cantaba él: el duelo alimentó a ambos durante años hasta que en 1964 Abdel Wahab compuso un tema, y Um Kulzum lo cantó: Inta Omri, una bellísima declaración de amor de no menos de 40 minutos.

Y digo no menos porque las canciones de Um Kulzum eran variables. Partiendo de unas estrofas fijas y de unas leyes armónicas tipificadas (los maqamats), dependiendo de la inspiración de la cantante y de las reacciones del público, de la conmoción estética (taarab), los temas iban variando, modificados por auténticos prodigios de improvisación. En un concierto en Marruecos, realizó, seguidas, ¡71 variaciones sobre el mismo verso!.

Convertida en un personaje social de gran repercusión, apoyó incondicionalmente a Gamal Abdul Nasser, el presidente egipcio responsable de la nacionalización del Canal de Suez, y en junio del 67, cuando Egipto fue derrotado en la Guerra de los Seis Días por Israel, Um Kulzum emprendió una gira por todo el mundo árabe (que incluyó por primera y última vez París), llamando a la unidad y a la esperanza, en la que cantó uno de sus temas míticos: El Atlal (Las Ruinas).

Dame mi libertad
desata mis manos.
Tus cuerdas hieren mis puños
¿por qué guardarlas?
¿para qué seguir fiel a las promesas
de aquel que no me respeta?
¿por qué seguir cautiva
ahora que el mundo entero se abre ante mí?.

Con esta canción, con las casi 300 de que consta su repertorio, Um Kulzum consiguió ese lugar aparte que habita en el imaginario árabe. Todos y todas hemos amado y desamado con Inta Omri, o con Alf lela ua leila, o con Fakkarouni, todos guardamos algún tema suyo como un recuerdo vivido, como un momento de nosotros mismos. Esa es la clave al fin: sus críticos la tachan de dramática, de populista: lo era, pero no importa. Sólo importa que cuando cantaba, cuando canta aún, su voz no habla de ella, sino de “esa especie de centro frágil e inquieto, que las formas no alcanzan”… que somos cada uno de nosotros.

Um Kulzum,  allí donde las formas no alcanzan de Brigitte Vasallo
Publicado en febrero de 2005 en la revista Batonga!

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