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El poder de la plegaria – Cuento Sufí

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En la época del profeta David, un hombre dirigía a Dios esta especie de plegaria:

“¡Oh, Señor! Procúrame tesoros sin que tenga yo que cansarme. ¿No eres Tú quien me ha creado, tan perezoso y tan débil? Es normal que no se cargue del mismo modo un asno débil y un caballo lleno de vigor. ¡Yo soy perezoso, es verdad, pero no por eso dejo de dormir bajo tu sombra!”

Así rezaba desde la mañana hasta la noche y sus vecinos se burlaban de él. Algunos de ellos le reprendían y otros lo ridiculizaban diciendo:

“El tesoro que llamas con tus deseos no está lejos. Ve a buscarlo. ¡Está allá abajo!”

La celebridad de nuestro hombre crecía de día en día por el país. Ahora bien, un día en el que rezaba en su casa, una vaca desmandada destrozó su puerta con los cuernos y penetró sin ceremonias en su morada. El hombre se apoderó de ella, le ató las patas y, sin dudar un segundo, la degolló. Después fue corriendo a la carnicería para que el carnicero descuartizase su víctima.

En su camino se cruzó con el propietario de la vaca. Este lo apostrofó:

“¿Cómo te has atrevido a degollar mi vaca? ¡Me has causado un considerable perjuicio!”

El otro respondió:

“¡He implorado a Dios para que provea a mi subsistencia! He rezado día y noche y, finalmente, mi plegaria ha sido oída y mi subsistencia se ha presentado a mí. ¡Esta es mi respuesta!”

El propietario lo agarró del cuello y le asestó dos bofetadas. Después lo arrastró a casa del profeta David diciendo:

“¡Pedazo de idiota! ¡Voy a enseñarte el sentido de tus plegarias!”

El otro insistía diciendo:

“Sin embargo es verdad. ¡He rezado mucho y Dios me ha escuchado!”

El propietario de la vaca amotinó a la población con sus gritos:

“¡Venid todos a admirar al que pretende apropiarse de mis bienes por la oración! ¡Si las cosas pasaran así, todos los mendigos serían ricos!”

La gente que se reunía alrededor de ellos empezó a darle la razón.

“¡Es cierto lo que dices! Los bienes se compran o se regalan. También se obtienen por herencia. Pero ningún libro menciona este procedimiento de adquisición.”

Hubo muchos comentarios en la ciudad acerca de este suceso.

En cuanto al pobre, se mantenía con la cara contra el suelo, y rezaba a Dios en estos términos:

“¡Oh, Dios mío! No me dejes así, en medio de la multitud, cubierto de vergüenza. ¡Tú sabes que no he dejado de dirigirte mis oraciones!”

Llegaron finalmente a casa del profeta David, y el demandante tomó la palabra:

“¡Oh, profeta! ¡Hazme justicia! Mi vaca ha entrado en la casa de este imbécil y él la ha degollado. Pregúntale por qué se ha permitido obrar así.”

El profeta se volvió entonces hacia el acusado para pedirle sus explicaciones. Este respondió:

“¡Oh, David! Desde hace siete años, rezo a Dios día y noche. Le pido que provea a mi subsistencia sin que yo tenga que preocuparme de ella. Este hecho es conocido por todos, incluso por los niños de esta ciudad. Todo el mundo ha oído mis plegarias y todos se han burlado de mí sobre este tema. Ahora bien, esta mañana, cuando rezaba, con los ojos llenos de lágrimas, va esta vaca y penetra en mi casa. No ha sido ciertamente el hambre lo que me ha impulsado, sino más bien la alegría de ver mis plegarias escuchadas. Y así, he degollado esta vaca dando gracias a Dios.”

El profeta David dijo entonces:

“¡Lo que me dices es una insensatez! Porque semejantes asertos necesitan ser apoyados con pruebas aceptables ante la ley. Me es imposible darte la razón y establecer así un precedente. ¿Cómo puedes pretender apropiarte de algo sin haberlo heredado? Nadie puede cosechar si antes no ha sembrado. ¡Anda! Reembolsa a este hombre. Si no tienes el dinero necesario, ¡pide prestado!”

El acusado se rebeló:

“¡Así que también tú te pones a hablar como este verdugo!”

Se prosternó y dijo:

“¡Oh, Dios mío! Tú que conoces todos los secretos. Inspira el corazón de David. ¡Pues los favores que me has concedido no existen en su corazón!”

Estas palabras y estas lágrimas conmovieron el corazón de David. Se dirigió al demandante:

“Dame un día de plazo para que yo pueda retirarme a meditar. Para que El que conoce todos los secretos me inspire en mis plegarias.”

Así David se retiró a un lugar apartado y sus oraciones fueron aceptadas. Dios le reveló la verdad y le señaló al verdadero culpable.

Al día siguiente, el demandante y el acusado se presentaron de nuevo ante el profeta David. Como el demandante no hacía sino quejarse más, David le dijo:

“¡Cállate! Permanece mudo y considera que este hombre tenía derecho a apoderarse de tu vaca. Dios ha protegido tu secreto. A cambio, acepta tú sacrificar tu vaca.”

El demandante se ofuscó:

“¿Qué clase de justicia es ésta? ¿Empiezas a aplicar una nueva ley? ¿No eres célebre por la excelencia de tu justicia?”

La morada de David quedó transformada así en un lugar de revuelta. El profeta dijo al demandante:

“¡Oh, hombre testarudo! ¡Cállate y da todo lo que posees a este hombre. Yo te lo digo, no seas ingrato o caerás en una situación aún peor. Y tus fechorías saldrán a la luz pública.”

El demandante se encolerizó y desgarró sus vestiduras:

“¿No eres más bien tú el que me tortura?”

David intentó, en vano, razonar con él. Después le dijo:

“Tus hijos y tu mujer se convertirán en esclavos de este hombre.”

Aquello no hizo sino aumentar el furor del propietario. No era, por otra parte, el único en estar indignado pues la concurrencia, ignorante de los secretos del desconocido, tomaba partido por el demandante.

El pueblo remata al ajusticiado y adora a su verdugo.

La gente dijo a David:

“Tú, que eres el elegido del Misericordioso, ¿cómo puedes obrar así? ¿Por qué ese juicio sobre un inocente?”

David respondió:

“¡Oh, amigos míos! Ha llegado el momento de desvelar unos secretos ocultos hasta hoy. Pero, para eso, es preciso que me acompañéis al exterior de la ciudad. Allí, en el prado, encontraremos un gran árbol cuyas raíces conservan olor de sangre. Pues este hombre que se queja es un asesino. Mató a su amo cuando sólo era un esclavo y se apropió de todos sus bienes. Y el hombre al que acusa no es otro que el hijo de su amo. Este último no era más que un niño en la época de los hechos que cuento y la sabiduría de Dios había ocultado este secreto hasta hoy. Pero este hombre es ingrato. No ha dado gracias a Dios. No ha protegido a los hijos del muerto. ¡Y he aquí que este maldito, por una vaca, hiere de nuevo al hijo de su amo! Ha desgarrado con sus propias manos el velo que ocultaba sus pecados. Las fechorías están escondidas en el secreto del alma, pero es el malhechor mismo quien las revela al pueblo.”

David, acompañado del gentío, salió de la ciudad. Llegados al lugar que había indicado, dijo al demandante:

“En adelante, tu mujer que era la criada de tu amo, todos tus hijos nacidos de ella y de ti, son la herencia de este hombre. Todo cuanto has ganado le pertenece porque tú eres su esclavo. Tú has querido que la ley se aplicara pues bien, ¡he aquí la ley! Tú mataste a su padre de una cuchillada y si se cava aquí se encontrará un cuchillo con tu nombre grabado en él.”

La gente se puso a excavar y se encontró, efectivamente, el cuchillo, así como un esqueleto. La multitud dijo entonces al pobre:

“¡Oh, tú, que reclamabas justicia con tus deseos, ya ha llegado tu hora!”

El que demanda por una vaca es tu ego. Pretende ser el amo. El que ha degollado la vaca es tu razón. Si deseas también tú ganar sin esfuerzo tu subsistencia, necesitas degollar esta vaca.

Por Yalal Al-Din Rumi

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