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Sefardíes:historia real e identidad elusiva

sefaradíes

Los sefardíes son descendientes de los judíos que vivieron en la Península Ibérica antes de la expulsión de 1492. El nombre procede del término geográfico sefarad de incierta identificación que aparece en el libro profético de Abdías (1:20). A partir del siglo II d.C., los judíos españoles identificaron ‘Sefarad’ con la Península Ibérica y empezaron a referirse a sí mismos como judíos sefardíes.

La conversión de los visigodos al catolicismo en 586 d.C. marca un período de intolerancia, persecución, conversiones forzosas, expulsiones y emigración para los judíos. Por el contrario, el período que empieza en 711 d. C. con la ocupación musulmana fue de tolerancia y continuó hasta el fin de los reinos de taifas en 1086.

El Islam otorgaba un estatus especial a cristianos y judíos como miembros de comunidades religiosas que habían recibido revelaciones auténticas de Allâh (dimmies en árabe).

En contraste con los cristianos que tuvieron grandes dificultades para adaptarse al dominio musulmán, al haber sido el grupo gobernante antes de la ocupación, los judíos se adaptaron perfectamente a la nueva situación asimilándose a la cultura musulmana e integrándose en ella sin perder sus señas de identidad.

Muestras de la influencia árabe en la cultura judía incluyen la adopción del árabe en la escritura comunal; la aparición por primera vez en la historia judía de poesía en hebreo de tema secular en imitación de modelos similares en árabe y el descubrimiento de la naturaleza triconsonántica del hebreo al aplicarle estudios de gramática árabe.

El proceso culminó con lo que se ha dado en llamar la ‘edad de oro’ de la cultura judía en la Península Ibérica entre los siglos XI y XII cuyos máximos representantes fueron el estadista, visir y poeta Samuel Ha-Nagid; los poetas y filósofos Salomón ibn Gabirol y Yehuda Halevi; el exégeta, poeta y filósofo Abraham ibn Ezra y el medico, talmudista y filósofo Maimónides.

Durante los siglos XII y XIII, los reinos cristianos toleraron a los judíos que eran portadores de la cultura árabe superior por su dominio del idioma y fuerte asimilación.

A partir de 1250 solo el Reino de Granada quedó en manos musulmanas. En la España cristiana, los judíos se convirtieron en intermediarios entre las dos culturas y tuvieron un papel muy importante en las sucesivas escuelas de traductores de Toledo.

Toda la sabiduría del mundo clásico que se había perdido en Occidente con motivo de las invasiones bárbaras se tradujo del árabe al latín (siglo XII) y posteriormente al castellano (siglo XIII) bajo la dirección de Alfonso X el Sabio.

Muchos de los colaboradores de Alfonso X eran judíos. Estos sirvieron también de administradores, colectores de impuestos y médicos.

La alta concentración de judíos en estos campos se debía a que los gremios que controlaban la mayoría de las profesiones admitían solo a cristianos.

En el siglo XIV el antisemitismo y la intransigencia crecieron progresivamente entre los cristianos. La peste negra (se acusó a los judíos de envenenar los pozos de agua) y la guerra civil entre Pedro I y su medio hermano Enrique de Trastámara hicieron que el antisemitismo aumentara rápidamente.

El punto de no retorno en las relaciones entre cristianos y judíos se produjo en 1391 cuando las juderías de Castilla y Aragón fueron saqueadas e incendiadas. Los judíos tuvieron que elegir entre la conversión forzosa o la muerte. Miles de ellos murieron y miles se convirtieron para salvar sus vidas.

Las comunidades judías en la Península nunca se recuperaron por completo. Otra consecuencia de esta revuelta antijudía o pogromo fue el surgimiento de los conversos o cristianos nuevos, una nueva clase social.

La imposibilidad de separar a este nuevo grupo de conversos de aquellos que no se habían convertido llevó a los reyes católicos a establecer la Inquisición, institución dedicada a la supresión de la herejía en el seno de la Iglesia Católica, en 1478.

La Inquisición como tal no tenía autoridad sobre los judíos que no se habían convertido. Finalmente, la imposibilidad de separar los dos grupos hizo que los Reyes Católicos emitieran en marzo de 1492 el edicto de expulsión de los judíos poniendo fin de esta manera a 1500 años de presencia judía en la Península Ibérica.

Dicho decreto ordena la salida definitiva de los judíos en el plazo de cuatro meses. Algunos decidieron convertirse al cristianismo para evitar la expulsión y otros muchos, tal vez unos 200.000, fueron al exilio.

Inicialmente Portugal y el reino de Navarra acogieron a los sefardíes, de donde fueron expulsados en 1497 y 1498 respectivamente. De Portugal fueron al norte de Europa (Inglaterra y Flandes) y los de Navarra se instalaron en Bayona.

La diáspora sefardí, en sucesivas etapas (siglos XV-XVII), se estableció en el norte de África (Fez, Orán, Túnez, Alejandría); el Oriente Próximo (Gaza, Jerusalén, Tiberias, Safed, Acre, Damasco y Beirut); Italia (Génova, Pisa, Florencia, Ferrara, Venecia, Padua, Roma, Nápoles); los Balcanes y el Imperio Otomano, donde gozaron de una gran prosperidad (Atenas, Salónica, Belgrado y Constantinopla); el norte y centro de Europa (Londres, Rouen, París, Róterdam, Ámsterdan, Hamburgo, Cracovia, Viena, Budapest) y finalmente las Américas.

Durante el siglo XVII la presencia en Ámsterdam de marranos (conversos que judaizaban ocultamente) procedentes de Portugal fue muy importante. El filósofo sefardí Spinoza fue uno de ellos.

La presencia sefardí en los Estados Unidos se remonta a 1654, cuando 23 judíos sefardíes llegaron a la colonia holandesa de Nueva Ámsterdam (hoy Nueva York) huyendo de las autoridades portuguesas de Recife en un navío de bandera francesa.

Allí establecieron la primera sinagoga en Estados Unidos, la Congregación Shearit Israel, conocida popularmente como la Sinagoga Española y Portuguesa de Nueva York, que sigue en funcionamiento.

Durante la Edad Media (1000-1492) los judíos de España formaban una comunidad muy numerosa, tal vez el 50% del total de la población judía mundial. Sin embargo a partir de la segunda mitad del siglo XVII su importancia empezó a decrecer.

En la actualidad solo un 10% de los judíos es de origen sefardí. La población judía mundial antes de la IIGM era de unos 16,5 millones, de los que 15 millones eran de origen askenazí o centroeuropeo y solo 1,5 millones eran sefardíes o pertenecientes a otras comunidades no askenazíes.

El declive numérico llevó a un declive intelectual y cultural. Benjamín Disraeli (1804-1881), el primer jefe de gobierno judío en la historia del Reino Unido, y el financiero Moses Montefiori (1784-1881) eran de origen sefardí.

La lengua de los judíos sefardíes es el judeoespañol, ladino o djudezmo. Se trata de un fósil lingüístico más próximo al castellano de El Quijote que al español actual.

El ladino incluye numerosas aportaciones del hebreo, turco, griego y otras lenguas con las que los judíos sefardíes entraron en contacto. Hoy en día, el ladino es una lengua en franco retroceso.

Se habla entre comunidades judías de Israel, Turquía, Bosnia y Herzegovina, Grecia, Macedonia, Israel, Bulgaria y Marruecos. La producción literaria en ladino incluye traducciones y comentarios bíblicos y literatura popular en la forma de baladas (el romancero).

La liturgia sefardí difiere de la askenazí en pequeñas variaciones en la celebración de la Pascua y la fiesta de Sukkot o de los Tabernáculos, la estructura de la sinagoga y el servicio sinagogal y las plegarias en el mismo que incluyen composiciones de los poetas españoles Yehuda Halevi, Moses ibn Ezra y Salomón ibn Gabirol.

También hay diferencias en la pronunciación del texto litúrgico hebreo y en una serie de términos litúrgicos.

La identidad sefardí es difusa y difícil de determinar. En el judaísmo actual existen dos grandes grupos a los que ya se ha hecho referencia de paso más arriba.

Se trata de los sefardíes y los askenazíes, que copan los puestos de liderazgo en Israel, Estados Unidos y otros países con comunidades judías numerosas e influyentes.

Sin embargo, la clasificación en estos dos grupos no es satisfactoria ya que el término ‘sefardí’ se usa para designar a todos los judíos que no son de origen centroeuropeo o askenazí.

Existen numerosas comunidades que proceden del Oriente Próximo y en especial de países árabes que no tienen relación alguna con España.

La confusión se remonta al Mandato Británico (1917-1948), cuando se estableció un rabinato dual askenazí-sefardí. De manera que todas las comunidades orientales o mizrajíes pasaron a estar representadas por las autoridades rabínicas sefardíes.

Así se creó una confusión semántica en torno al término ‘sefardim’, que pasó a designar comunidades de muy diferente origen. Esta confusión pudo deberse a que todas esas comunidades con la excepción de los judíos yemeníes que se mantuvieron aislados hasta el siglo XX seguían (y siguen) la liturgia sefardí.

El rabinato dual siguió con el establecimiento del Estado de Israel. Debido a movimientos migratorios masivos y a una alta tasa de natalidad, las comunidades judías de origen oriental experimentaron un gran crecimiento en Israel durante la segunda mitad del siglo XX, mientras que solo una minoría de los inmigrantes no askenazíes, aquellos procedentes de Bulgaria, Grecia, Turquía, Egipto y el Magreb, son realmente sefardíes, es decir, descendientes de judíos españoles y portugueses cuya lengua vernácula es el ladino.

De manera que se podría decir que hay una serie de elementos que conforman la identidad sefardí. Entre los más relevantes serían los de tipo geográfico (su origen en la Península Ibérica), lingüístico (el uso del ladino en todas sus variantes) y folclórico (el uso de antiguos proverbios y melodías y canciones de España y Portugal).

Elementos más difusos de esa identidad podrían encontrarse en juegos de niños tales como el ‘Castillo’ y en platos típicos de la cocina ibérica tales como el ‘pastel’ o ‘pastelico’, una especie de pastel de carne, y el ‘pan de España’ o ‘pan de León’, un bizcocho que se come en Pascua.

A lo anterior habría que añadir otros elementos más difusos de carácter psicológico y social: los judíos sefardíes, como es sabido, son tanto aquellos que viven en un gran número de países como aquellos cuyas familias han permanecido en Israel por muchas generaciones. Un sentimiento unificador que comparten es el pérdida y añoranza de Sefarad.

La tradición española considera como apellidos propios de los judíos aquellos de carácter toponímico (Ávila, Córdoba, Franco, Lugo,…); que designan profesiones (Guerrero, Barbero, Cubero, Zapatero, Ferrer, Ballesteros,…) o aquellos que toman una cualidad física o psíquica (Cano, Moreno, Pardo, Rubio…). Sin embargo es muy difícil atribuir en exclusiva un apellido de estas características a una determinada religión.

Muchos apellidos sefardíes están asociados con personas y familias cristianas. Y lo que es más, a menudo los judíos sefardíes utilizan nombres de origen hebreo o árabe que no existen en la Península Ibérica.

Finalmente, después de 1492 muchos marranos cambiaron sus apellidos para ocultar su origen judío y evitar persecuciones. Era práctica común adoptar el nombre de la iglesia en la que fueron bautizados (Santa Cruz, Santamaría) o la palabra ‘Mesías’ (Salvador) o incluso el apellido del cristiano viejo que los apadrinaba (Mendoza, de la Caballería…).

Abraham B. Yehoshua, el renombrado escritor israelí de origen sefardí, en su artículo Beyond Folklore: The Identity of Sephardic Jew, sugiere que la identidad sefardí contiene tres componentes: cristiano, musulmán y judío.

Estos tres elementos estarían mezclados de forma inseparable en el recuerdo de una asombrosa simbiosis cultural. La identidad sefardí estaría relacionada con la inclusión del ‘Otro’ incluso cuando éste ha desaparecido y ha quedado olvidado y constituiría algo así como un ‘gen cultural’.

Según Yehoshúa, esta melancolía o nostalgia por ‘el Otro’ aun cuando ya no está presente se habría transmitido de generación en generación por cientos de años y habría hecho que los sefardíes fueran más tolerantes en comparación con los judíos askenazíes.

Una exigua minoría de sefardíes que estuviera en condiciones de trazar documentalmente su ascendencia podría demostrar de forma irrefutable su origen sefardí desde un punto de vista legal.

Sin embargo, la identidad sefardí abarca eso y mucho más. Tiene que ver con factores psicológicos y sociales como los identificados en el artículo de Yehoshua. Dichos factores no son por definición intangibles y no se pueden probar documentalmente.

Durante la Edad Media, la Península Ibérica fue el centro intelectual de Occidente y atrajo a estudiosos, filósofos y poetas de todos los rincones del mundo entonces conocido.

La atracción se basó en la existencia de una cultura superior (la musulmana) y una lingua franca (el árabe), junto con un interés genuino por el saber y un espíritu de tolerancia.

Es precisamente eso lo que los sefardíes añoran y la razón de su sentimiento de pérdida.

De manera que el mejor tributo que se puede hacer a los sefardíes es el de educar al pueblo español sobre el bagaje cultural que más de un milenio de vida judía en Sefarad dejó en la Península.

La creación de centros de una cátedra de estudios sefardíes contribuiría en gran medida a resarcir el agravio que se cometió hace más de quinientos años con los judíos españoles.

Por Martín Corral (profesor titular de Historia en Suffolk University-Madrid Campus)
Con información de El Confidencial

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