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Atreverse al amor,primer mandamiento del cine marroquí

El Ciclo de Cine Marroquí y Derechos Humanos: ‘Después de Tánger, una mirada ética sobre el movimiento’ ha servido para que creadores actuales den su visión sobre la cultura magrebí.

Imagen de la cinta Zero.
Imagen de la cinta Zero

“Matar al padre” es la figura metafórica que usa el director Nour-Eddine Lakhmari (Safi, 1964) como llamada a la acción creativa y social en Marruecos: dejar de vivir lo que los demás (la madre, el padre, el Estado, la religión) prescriben y empezar a ir tras el propio deseo. Lakhmari –el director que devolvió el público de su país a las salas a ver cine nacional– y otros reconocidos cineastas como Narjiss Nejjar (Tánger, 1971) y Faouzi Bensaïdi (Meknés, 1967) han pasado esta semana por Madrid, a propósito del Ciclo de Cine Marroquí y Derechos Humanos: Después de Tánger, una mirada ética sobre el movimiento, que se cerró ayer, en la sala Berlanga.

Si algo queda en la pantalla, apenas bajado el telón, es el valor de este acto de rebeldía puesto en imágenes en este tiempo que ellos llaman la Transición (un momento histórico de efervecencia tras los Años de plomo e ineludible represión). Y quizá no sea siquiera afán de rebeldía sino la simple y honesta revelación de las propias necesidades, en la búsqueda de libertad, sin esconder ni la alegría ni las heridas de pertenecer al Magreb.




Emerge, así, un cine “sin complejos”, como se ha escuchado repetidas veces durante el ciclo, en el que los cineastas hoy de referencia, nacidos en los sesenta y los setenta, están “matando al padre”. No lo hacen ni por Muhammad (BPD), ni por Hollywood ni por Freud, sino por amor (y fidelidad) a su vida de seres singulares en una cultura compleja y fascinante, donde lo árabe se ha cruzado con lo bereber africano, lo judío, lo español, lo portugués y lo francés de aquel protectorado que también dejó estela.

A propósito, comentaban los directores que si algún problema se les ha presentado, al cabo de una proyección, por la crudeza o la libertad de sus puestas (llámese un beso, un desnudo femenino o una sesión de masturbación), esto ha sucedido justamente en alguna ciudad del mundo árabe petrolífero y rico, o entre los residentes marroquíes en el exterior, a veces aferrados a un folklore sin disidencias que los creadores ya no están dispuestos a digerir sin analizar.

“La primavera árabe no estalló en Marruecos porque viene teniendo lugar sostenidamente, desde la década de los noventa”, apuntaba El Arbi El Harti, catedrático de la Universidad Mohammed V de Rabat y organizador del ciclo que contó con un recibimiento tan entusiasta que en algunas jornadas quedó gente fuera de la sala.

La primavera árabe no estalló en Marruecos porque ya lo hizo en los noventa”

Algo se mueve en Marruecos, porque estos creadores, a su vez, redimen “al padre”, contándonos la vida de sus ancestros y sus infancias, para que comprendamos de dónde viene lo que viene, en historias luminosas de luz marroquí, aunque todavía con territorios velados por fantasmas represivos milenarios.

¿Van por delante de su pueblo? Quién lo sabe. En cualquier caso, como dice Nour-Eddine, están poniendo a su gente un espejo en el que mirarse, como lo hizo el neorrealismo italiano (Vittorio De Sica, Roberto Rosellini, por ejemplo) tras el paso devastador de Benito Mussolini. Además, cuentan de una manera muy entretenida historias catárticas en las que hay hombres que se atreven con la corrupción policial, la inequidad y hasta con la lacerante trata de mujeres. “El cine negro nos pertenece. Hemos crecido en el cine negro. El cine negro es una manera de hablar de cosas que no quieren acallarse”, destaca Lakhmari.

Las niñas, ellas sí desobedecen

El espectador deambula temblando por Casablanca, al amanecer, con el policía de Zero o por Tetuán, con los chicos sin futuro de la interesante Muerte en venta de Bensaïdi. No siempre hay salidas para estos héroes urbanos que batallan contra todos los males de la corrupción y el desamor, y que se frustran una y mil veces al volver a casa, donde suelen esperarlos unos padres que solo saben imponerse autoritariamente, y unas madres obedientes que invocan a Dios para (no) parar la violencia.

Tráiler de Zero de Nour-Eddine Lakmari.

Otras mujeres toman el rol protagónico de Les yeux secs (Los ojos secos) de Narjiss Nejjar, que dibuja una fábula bereber de seres fuertes y a la vez muy lastimados: son las putas de un pueblo que solo habitan ellas, hijas de prostitutas, madres de prostitutas, y quienes, por momentos, parece que se resignarán para siempre, que se auto-inmolarán en nombre de las tradiciones. Necesitamos acceder, según Nejjar, la directora del filme, “a zonas de oscuridad que necesitan luz para no necrosarse”.

También chicas, niñas, son los personajes centrales de buena parte de los cortos de ficción que se vieron en este ciclo. Sin duda, ellas son el símbolo de lo que vendrá, de todo lo que ya empieza a hacerse de otra manera (ya en las ciudades y, bastante más lentamente, en el mundo rural), porque son mujeres y porque hoy sí saben que el futuro les pertenece. A través de ellas, de su empuje feminista, si se quiere, los hombres se atreven a recuperar su afectividad. Entonces hay salvación para ellos.




Del otro lado, están los documentales que, en algún caso, como en el de Nuestros lugares prohibidos, de Leila Kilani, ofrecen un primer registro fílmico del proceso que siguió la comisión para la Equidad y la Reconciliación que puso en marcha el actual rey de Marruecos en 2004, para investigar (sin nombres propios ni responsabilidades individuales) el destino de los represaliados políticos durante el régimen de su padre. La violencia de Estado también es el nudo sobre el que se construye Los pioneros de lo desconocido (Hassan Kher y Ali Bousaoual), que aborda un tema caro y muy sensible como es el de los activistas y las víctimas de años y años en la zona del sur marroquí donde la llaga con el Frente Polisario está aún tan en carne viva.

Contradicciones del pasado y del presente que ya se pueden mencionar en público (“no hay censura, aunque sí autocensura”, opinan los cineastas), en un contexto en el que la participación ciudadana va haciéndose imparable. El cine consigue “una transmisión sin doctrina”, explica la directora Chus Gutiérrez antes del cierre del ciclo, que estuvo ayer a cargo del teólogo Juan José Tamayo, presentando Los caballos de dios de Nabil Ayouch, nada menos que sobre los dolorosos atentados de Casablanca de 2003, y en nombre de dios.

“Nuestra generación ya no se pregunta qué debemos ser o qué somos. Hemos roto esos muros después de demasiado tiempo siendo políticamente correctos. Porque en Marruecos todos han decidido por ti: tu padre, tu madre, el Estado, la religión. Hoy ya podemos vernos y escucharnos en la pantalla, en nuestra propia lengua, el dariya”, asegura Lakhmari. Y agrega: “Cuantas más críticas recibimos de los sectores más religiosos o ultraconservadores, más gente va al cine”.

Tráiler de Muerte en venta de Faouzi Bensaïdi (Meknés, 1967)

Cultura contra el oscurantismo es el lema que se actualizó en el programa del ciclo dedicado a dos piezas de ficción sobre las migraciones (en el doble salto del campo a la ciudad y de allí al extranjero): La vida da vueltas de Tarik El Idrissi, un corto que especula con lo que pasaría si los éxodos humanos tomaran otras direcciones, y el recomendable largo En Casablanca, los ángeles no vuelan, de Mohamed Asli, sobre la vida misma, hecha de nuestras pequeñas frivolidades y de los grandes eventos, nada menos que el nacimiento y la muerte.

Entre medias, queda todo por discutir, en un país cuyas calles se nutren de delación (personajes de chivatos y chantajistas pueblan su cine), tabúes y la sombra de todas las cosas no dichas (porque lo íntimo o el disenso político sin concesiones se reservan al ámbito privado). Pero el cine va contando pedacitos de verdad, iluminando el paisaje humano con la mejor luz del mundo.

“Marruecos –insiste Nejjar– es una excepción en el mundo árabe”. Y su colega Lakhmari remata: “El desafío es ser capaces de hablar de amor. El amor es lo único que nos va a salvar, individual y socialmente”.

Por Analía Iglesias
Con información de El País

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