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Operación Sombrero con pájaros – Los Judas modernos

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Esta mañana no estaba el vendedor de naranjas. Su puesto en el mercado era simplemente un hueco, y entonces Mohammed Al Ayad sintió que un escalofrío le recorría la columna como una araña. El vendedor de naranjas siempre estaba.

Mohammed miro en torno del mercado, atestado de mujeres cargadas con bolsas, y después recorrió los puestos uno por uno. Una parte del engranaje había fallado.

Una vez por semana repitiendo un paso de comedia, Mohammed Al Ayad se acercaba al vendedor de naranjas y cambiaban un diálogo circunstancial. A veces tomaba una naranja redonda y brillosa como un deseo, y la pesaba rebotándola en la mano. El vendedor casi nunca lo miraba. Dirigía los ojos pequeños hacia el piso y los costados, hablaba en voz demasiado alta, como si adivinara que lo estaban escuchando. Muhammed encargaba un kilo y preguntaba por enésima vez si las naranjas provenían de Jaffa.

Después dejaba un papel en la mano del vendedor y caminaba hasta su casa, en las afueras de Gaza, tragando el polvo seco del mediodía. Pero esta mañana el vendedor no estaba. Mohammed miró el reloj de la intendencia. En una hora todo el pueblo volvería al paro general. Así lo había anunciado la radio de la OLP desde Bagdad, en sus transmisiones desde la mañana. Eligió el camino mas largo para volver a su casa, y a las pocas cuadras sintió deseos de volver al mercado: quizá el vendedor hubiera aparecido.

En ese momento se palpó el bolsillo del pantalón, y se detuvo dando un largo respiro. Su mano tocaba un papel doblado en cuatro que se mezclaba con unos pocos billetes y algunas monedas. El papel indicaba cinco nombres. Los cinco nombres que, por semana, debía proporcionar al vendedor de naranjas.

Arrancó el papel del bolsillo y se lo llevó a la boca. Comenzó a masticarlo con lentitud. Sintió cómo la tinta se le pegaba a la lengua, se mezclaba en su saliva y llegaba a la garganta agria y reseca. El papel navegaba camino al estómago cuando Mohammed cayó en cuenta de que estaba paralizado contra una pared. Miró alrededor: nadie lo había visto. Después encendió un cigarrillo.

Todo aquello le parecía un mal sueño. Muchas noches había pensado en distintos finales para ese juego. Nunca, sin embargo, había imaginado que el vendedor de naranjas podía desaparecer. Quizá no era una mala señal. Mohammed Al Ayad miró el sol hasta que tuvo que cerrar los ojos, y en ese momento se sintió libre.

Una voz, de repente, comenzó a golpearle la memoria. Cada vez que esa voz lo asaltaba podía recordar las pausas, las palabras exactas, los silencios.

-Nadie te dice que está mal que seas… nacionalista. Al contrario. (En ese momento la voz se sonreía) nosotros también lo somos. Sólo tenemos problemas con el terrorismo. (En ese momento había un largo silencio en el que la voz tamborileaba los dedos sobre la mesa) Necesitamos gente que… coopere. Otro cigarrillo?

La voz desencadenaba una avalancha de recuerdos. Al Ayad recordó entonces cada centímetro de su celda en Ansar. El sol barriendo lentamente el piso por las mañanas, y la humedad mortal de la noche. Fue al tercer día cuando lo visitaron dos agentes de Shin Beth, el servicio de seguridad israelí. La primera vez lo desconcentraron: los dos agentes le juraron que confiaban en su inocencia. La segunda vez la voz habló. Durante una semana las visitas se espaciaron, y Muhammed Al Ayad supo que había llegado su límite. Sería solo por seis meses.

No, ellos se comunicarían con él. No, no conocería el nombre de su contacto. Sería un vendedor de naranjas del mercado. Todas las semanas debía entregarle cinco nombres. Gente vinculada con la OLP, parientes, amigos, estudiantes, Mohammed Al Ayad escuchaba, e hizo una cuenta: a los seis meses habría denunciado a trescientas personas.

No, no hacían falta los nombres exactos. Alguna referencia, la dirección aproximada, algún dato familiar. Ellos harían el resto. Otro cigarrillo? La operación se llamaba Sombrero con pájaros. Eso era todo lo que tenia que saber. Si, no era el único. Ya había muchos como él. Los primeros cinco fueron de su barrio.

Después intuyó que no podía encerrarse en una misma zona. La primera vez escucho el camión del ejercito derrapando en una esquina, algunos gritos, una puerta que se quebraba tras una patada. El estómago le salto a la boca y corrió al baño a vomitar. Después se miró al espejo, con los ojos enrojecidos y una sonrisa: estaba vivo. El resto fue fácil: recorría la ciudad a pie y trababa conversación con los vecinos. Los lunes llegaba al mercado por su provisión de naranjas de Jaffa.

A la tercer semana encontró una metralleta detrás de su puerta. Era obvio que el Shin Beth la había dejado. Pensó que quizá las cosas se complicarían un poco. Desarmó la UZI pieza por pieza: necesitaba conocerla y mitigar su miedo. Dio vueltas en círculo en su habitación, observando cada detalle. Todo estaba en su lugar.

¿Cómo habrían entrado? Mohamed Al Ayad se lamentó en silencio por la falta de seguridad. ¿Pero quién, en estos tiempos, estaba seguro? Después ocultó el arma bajo la cama y confeccionó la lista siguiente. Ahora, mientras marchaba hacia su casa, el recuerdo del arma le tranquilizó los pasos. Su barrio estaba extrañamente desierto. Sólo un par de chicos en bicicleta cruzaban la calle en diagonal. Se desplomó en su cama como una marioneta y mantuvo la vista fija en el techo durante un largo rato. Su mano derecha rascaba el piso para acariciar el caño de la UZI.

El vendedor de naranjas había fallado.

El reloj indicaba el mediodía del 26 de marzo, cuandoMohammed Al Ayad escuchó una piedra que rebotaba contra su ventana. El ruido le sacudió la pierna, y después levantó la cabeza tratando de adivinar lo que pasaba.

Una nueva piedra rompió el cristal de la cocina, y entonces el hombre se incorporo y caminó con sigilo hacia la ventana, con el cuerpo doblado y el arma en la mano.

Dio un profundo respire y abrió. Un grupo de cuarenta, cincuenta personas o quizá mil, gritaba desde la vereda, lanzando piedras. El grupo era sólo una mancha multicolor que no alcanzaba a distinguir cuando advirtió que la puerta cedía a su espalda. El piso de madera se lamentaba en un crujido, y toda la habitación temblaba como si fuera a caer. Un pie atravesó la puerta con sequedad y entonces Mohammed Al Ayad disparó una ráfaga, a la que precedió un silencio.

El corazón iba a saltarle del pecho en un segundo más. Decenas de brazos jóvenes lo desarmaron y fueron empujándolo hacia la planta baja. Una mujer le tiró del pelo hasta arrancarle un mechón. Gritaba un nombre que Mohammed Al Ayad no podía comprender. Entre la confusión, vio un niño muerto al pie de la escalera, y entonces supo que ese niño estaba detrás de su puerta. Un grupo vació alcohol y ramas dentro de la habitación, que comenzó a arder.

Mohammed Al Ayad sintió entonces que su cuerpo era de trapo, y que la multitud le arrancaba jirones. Lo arrastraron hacia una esquina en la que se recortaban dos postes de luz. Un sacudón lo subió hasta el poste en el que ondeaba la bandera palestina. Cuando la cuerda le rodeó el cuello ya no escuchaba los gritos. Sólo pudo girar su cabeza a la derecha y ver el cuerpo inerte del vendedor de naranjas.

Después, murió.

Ese día, el lunes 21 de marzo de 1988 el ejercito recién entró a Gaza por la noche… (JL)

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