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Recuerdos de un viaje por Siria

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Palmira – Siria

Un día en que el sol calentaba de manera especial, visitamos Ugarit: entre sus ruinas duermen tres mil quinientos años; de allí salió el primer alfabeto del mundo

… Para mí Siria fue un gran deslumbramiento. En la secretaría, tan pacífica de ordinario, había leído mucho sobre su historia. Desde un extremo del Mediterráneo volábamos al otro extremo. Desde una tierra que es el rabo sin desollar de Europa y que tiene tanto de África, volábamos (para mí sería un ensayo general) a otra tierra, también al borde de Europa y en el dintel de Asia. De nuestras mezquitas transformadas en catedrales volábamos a sus catedrales transformadas en mezquitas. De nuestro amontonamiento de culturas, al suyo. Un médico sirio, compañero de Arturo en la universidad, hablándonos de su país, nos dijo:

-Agradezco la devolución que nos vais a hacer de nuestra visita. Los sirios venimos aquí hoy para aprender de nuestros abuelos españoles.

Lo cierto es que ellos son los abuelos de todos: allí está la cuna del hombre, cuando aún Babel no había diversificado las lenguas y las razas. Allí están las primeras ciudades del mundo; el honor de ser la primera se lo disputan Hama, Damasco y Alepo: las tres son sirias.



En Hama, sobre cuyo solar se han sucedido docenas de ciudades, me hicieron llorar las crujientes norias que juegan con la luz y el agua del Oronte. Fue en un atardecer color de rosa: el mugido del agua tenía ese color y la luz del poniente se escuchaba. La colina de Alepo, la Cris, donde acampó Abraham, estaba formada por los escombros de las civilizaciones mucho más antiguas aún que él en ese sitio. Y Damasco, versátil e invariable, viva como la vida, más adaptable a ella que Roma y que Bizancio (al escribir Bizancio me ha temblado .la mano), es la constante superviviente de sí misma…

Casi todo eso es lo que yo había leído. Hoy, en el primitivo cementerio de Alepo, hay un campo de fútbol; dentro de su gloriosa ciudadela se hace teatro; frente al lienzo de la muralla de Damasco por donde se descolgó san Pablo, recuperado ya de su ceguera, hay un parque de atracciones…

A pesar de todo, por debajo, todo queda. Un día en que el sol calentaba de manera especial, visitamos Ugarit: entre sus ruinas duermen tres mil quinientos años; de allí salió el primer alfabeto del mundo. Laura compró su reproducción en una tiendecita: una especie de dedo índice de arcilla con treinta menudos signos grabados. Laura, la librera, con aquella reproducción entre sus manos, se echó a llorar.

-No seas tonta -le decía Marcelo-. Mira ahora por lo que le da… Si lo sé, no venimos.

A Ramiro lo que le emocionó fue ver la columna sobre la que san Simeón del desierto, el Estilíta, ese cochino, vivió cuarenta y dos años arrojando inmundicias a sus semejantes. Se halla entre templos en una de las numerosas ciudades muertas.

-Todo esto -murmuraba- es como hacer unos ejercicios espirituales. Como leer el Kempis: todo pasa «como las nubes, como las aves, como las sombras».

Lo decía tan ampulosamente como si estuviera recitando a Amado Nervo. Mientras, yo pensaba en aquellos titanes que habían construido sus edificios para la eternidad. Porque nada-ni el amor, ni las guerras, ni la vida-.iban a ser nunca distintos de los suyos…

Y nada quedaba de lo que hicieron más que el asombro. Cómo Ramiro no se daba cuenta de que los dioses habían pasado y se habían ido, unos detrás de otros, sin dejar más rastro que aquello que en su nombre habían hecho los humanos: unos humanos tan efímeros como ellos, pero no más.



Eso seguía, pensando cuando nos levantamos antes del amanecer en Palmira, para ver los primeros rayos del sol acariciando las esbeltas y doradas ruinas dentro de aquel oasis. El gran templo de Bal, las torres funerarias, las tumbas, los palacios caídos, las calles, el mercado, el foro, el teatro, el desierto acechando alrededor…

¿Qué quedaba de todo? El sol y el viento. Los seres humanos -me decía. yo sin comentarlo con Ramiro- inventaron a sus dioses, y les dieron unos nombres y unos cultos. Todos los dioses, en definitiva, fueron sólo un dios: la sed de sus adoradores frente a la sed de sus enemigos. Porque el hombre, no los dioses, es el peor enemigo del hombre; para protegerse de él mismo los inventan.

Yo notaba algo decisivamente fraternal en aquel viaje. Como si los árabes andaluces murmuraran dentro de mis venas incomprensibles oraciones. Nada muere del todo; el olvido no existe. Creí entonces, y hoy lo sigo creyendo, que estamos hechos de lo que en apariencia olvidamos…

Antes de acostarme me miraba en el espejo del baño en los hoteles, y me interrogaba: ¿de dónde vienen estos ojos oscuros, este pliegue tan singular de los párpados, esta boca tan voraz, este pelo negrísimo, este furor por seguir viva a pesar de todos los pesares?

Comprendía a la reina Zenobia de Palmira, la sentía más imperecedera que las derrocadas columnas de su casa, más viva que yo misma. Y entonces, mirándome a los ojos, confiaba.

«Queda tiempo aún -me repetía en voz muy baja-: espera.» De alguna forma, tenía razón Ramiro: también para mí aquel viaje fue provechoso como unos ejercicios espirituales.

Por Antonio Gala

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