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Ibn Sina y el caso del príncipe

Ibn Sina
Ibn Sina

En los primeros momentos, Alí no advirtió nada especial. Sólo tras una observación más minuciosa descubrió la curiosa posición en la que estaban el dedo corazón y el anular de cada mano. Ambos dedos estaban parcialmente doblados, y engarfiados. Intentó soltar las falanges pero se negaron a extenderse. Levantó los brazos del soberano, los soltó para comprobar que caían a ambos lados del cuerpo como dos masas carentes de vida.

—Parálisis bilateral de los miembros superiores…

 —Eso es. Y mucho me temo que sea irreversible.

 —Yo no sería tan afirmativo.

 —En ese caso, ¿podría el jeque el-rais honrarnos con un diagnóstico?

Alí no necesitó darse la vuelta para saber quién era el autor de la pregunta. Lanzó una indiferente mirada al sirio y se retiró a un rincón de la estancia, donde pareció meditar.




 —¿Alguien de vosotros puede decirme en que bebe el emir?

La concurrencia le miró sorprendida.

 —En una copa, evidentemente —repuso una voz.

 —¿De qué clase?

 —¿De qué clase quieres que sea? —replicó Ibn Jaled con una pizca de irritación—. Como todas las copas, de terracota.

—¿Puedo ver una?

—¡Realmente no veo la utilidad de esa petición!

Alí insistió.

Con gesto enojado, Ibn Jaled dio unas palmadas. Apareció un servidor.

—¡Tráenos pues una de las copas que utiliza el soberano!

—¡Y aprovecha para llenarla de vino! —añadió el sirio despectivo—. Al parecer, nuestro joven amigo aquí presente es ya muy aficionado a él.

Con la mirada clavada en aquel hombre, Alí murmuró:

—Dios acosa a los incrédulos por todos lados. Poco falta para que el rayo les arrebate la vida…

 —¡Y ahora cita el Libro! —replicó el sirio, divertido.

El servidor regresó finalmente con el objeto solicitado. Se lo entregaron a Alí que lo hizo girar en sus manos y lo devolvió.

—Está bien —dijo suavemente.

Sin esperar más, bajo las circunspectas miradas de la concurrencia, regresó junto al lecho y señaló la boca del emir.

—Aquí debiera hallarse la confirmación del diagnóstico.

Se arrodilló y levantó el labio superior del soberano.

Alguien rió ácidamente en la estancia.

—¡El hijo pródigo de Jurasán es también dentista!

Indiferente, Alí prosiguió:

—Si os tomáis el trabajo de examinar las encías del soberano, advertiréis que las recorre un ribete.

El sirio estuvo a punto de atragantarse.

—Hace dos años que nos llenan los oídos con el talento del hijo de Sina, y ahora nos anuncia que ha descubierto un ribete en la boca real. ¡Es risible! ¡Insultante incluso!

De la concurrencia se elevaron confusos murmullos.

 —¡Intoxicación por plomo! —La afirmación chasqueó por encima de los rumores.

—¡Intoxicación por plomo! —repitió Alí, marcando cada sílaba—. Y he aquí al causante.

Tomó de nuevo la copa de manos del servidor.

—Observad los ornamentos que rodean las paredes exteriores. Son hermosos, refinados, delicados pero, por encima de todo, están pintados. No podéis ignorar que todas las pinturas están cargadas de plomo; la que ha servido para decorar esta copa no es una excepción. ¿Comprendéis ahora?

Nadie dijo nada, Alí prosiguió:

—Cada vez que el príncipe acerca a sus labios la copa, absorbe al mismo tiempo sales tóxicas. A la larga, estas sales han terminado minando su organismo.

 Señaló hacia el soberano que seguía inmóvil:

—He aquí el resultado.

—¿Estás seguro del diagnóstico?

—Mi única prueba será la curación del príncipe. Sólo espero que no sea demasiado tarde para detener el mal. En este tipo de enfermedades, cuanto antes se actúa más posibilidades hay de salvar al paciente.




Esta observación hizo aumentar el malestar que reinaba ya.

—¿Qué tratamiento propones?

 —Hay que aplicar cada hora compresas calientes en el estómago. Luego, prepararéis una mixtura compuesta por extractos de belladona, de beleño, de tebaína y miel, eso formará una pasta, dejaréis que se endurezca y el enfermo deberá asimilarla por vía rectal. Dos veces al día. Naturalmente, el soberano no deberá utilizar nunca más esas copas. Más tarde, de acuerdo con la evolución de la enfermedad, podremos pensar en otros medicamentos que sería demasiado largo enumerar aquí.

 —Se hará como ordenas —dijo Ibn Jaled.

Y añadió rápidamente, como avergonzado:

—Jeque el-rais…

El visir, que hasta entonces se había limitado a observar los acontecimientos, decidió intervenir.

—Me parece preferible que sigas tú mismo a nuestro ilustre paciente. Así serás el único en obtener las mieles del éxito o la amarga leche del fracaso.

Ibn Sina se tomó algún tiempo antes de responder:

—Acepto tu demanda, excelencia. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Cuidaré al príncipe solo. Nadie deberá inmiscuirse en mi tratamiento.

El visir inclinó la cabeza como si intentara contar los hilos de oro que adornaban sus babuchas, y se inclinó.

—Si ése es tu deseo…

Ibn Sina buscó con la mirada al médico sirio. Pero éste había abandonado la alcoba… (GS)

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