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Los kataeb,esbirros al servicio del sionismo en Sabra y Shatila

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Los kataeb,esbirros al servicio del sionismo en Sabra y Shatila

Aquí, en las ruinas de Chatila, ya no queda nada. Algunas mujeres ancianas, mudas, se esconden rápidamente tras una puerta en la que hay un trapo blanco clavado. Algunos fedayines muy jóvenes, a algunos de los cuales reencontraré en Damasco.

La elección que hacemos de una comunidad concreta, sin contar la nativa, se opera por la gracia de una adhesión irracional, no es que la justicia no intervenga, pero es que esta justicia y la defensa de toda una comunidad se hace en virtud de una atracción sentimental, incluso sensible, sensual; soy francés, pero francamente, sin racionalismos, defiendo a los palestinos.

Tienen el derecho puesto que los amo. ¿Pero los querría si la injusticia no hiciera de ellos un pueblo vagabundo? Casi todos los edificios de Beirut, en lo que aún se llama Beirut Oeste, están tocados. Se resquebrajan de distintas formas: como un milhojas chafado entre los dedos de un king-kong monstruoso, indiferente y voraz; otras veces los tres o cuatro últimos pisos se inclinan deliciosamente siguiendo un pliegue muy elegante, un pliegue libanés del edificio.

Si la fachada está intacta, dad la vuelta a la casa, las demás caras del edificio están acribilladas. Si ninguna de las cuatro caras tiene fisuras, la bomba soltada por el avión ha caído en el centro y ha hecho un pozo de lo que era el hueco de la escalera y el ascensor.

Nosotros acusamos a Israel de las masacres de Chatila y Sabra.

En Beirut Oeste, tras la llegada de los israelíes, S. me dice: “Había caído la noche y debían de ser las siete. De pronto un gran ruido de chatarra, de chatarra, de chatarra. Todo el mundo, mi hermana, mi cuñado y yo corremos al balcón. Noche muy negra.



De vez en cuando destellos a menos de cien metros. Sabes que frente a nuestra casa hay una especie de puesto de mando israelí: cuatro carros, una casa con centinelas ocupada por soldados y oficiales. La noche. El ruido de chatarra que se aproxima. Los destellos: algunas antorchas luminosas. Y 40 ó 50 niños de doce o trece años que golpean cadenciosamente pequeños bidones de hierro, con piedras, con martillos o con otras cosas. Gritaban muy fuerte y acompasados:

Lâ ilâh illâ Allah, Lâ Kataib wa lâ yahud (‘No hay más Dios que Dios, no a los kataeb, no a los judíos’)”.

H. me dice: “Cuando viniste a Beirut y a Damasco en 1928, Damasco estaba destruido. El general Gouraud y sus tropas, destacamentos de tiradores marroquíes y argelinos, habían arrasado y devastado Damasco. ¿A quién acusaba la población siria?

Yo:
—Los sirios acusaban a Francia de la destrucción y las masacres de Damasco.

Él:
—Nosotros acusamos a Israel de las masacres de Chatila y Sabra. No carguemos estos crímenes sobre la espalda de sus sicarios, los kataeb. Israel es culpable de haber introducido en los campamentos dos compañías de kataeb, de haber dado las órdenes, de haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de beber y de comer, de haber iluminado el campamento por la noche”.

De nuevo H., profesor de historia. Me dice:

“En 1917 el golpe de Abraham se repitió, o si prefieres, Dios era ya la prefiguración de lord Balfour. Dios, decían y dicen todavía los judíos, ha prometido una tierra de miel y de leche a Abraham y a sus descendientes, mientras que este territorio no pertenecía al dios de los judíos (estas tierras estaban llenas de dioses), este territorio estaba poblado por los cananeos, que también tenían sus dioses, y lucharon contra las tropas de Josué hasta robarles el célebre arca de la alianza sin la cual los judíos no hubieran obtenido la victoria. Gran Bretaña en 1917 todavía no poseía Palestina (esa tierra de miel y leche), puesto que el tratado que le concedía el Mandato todavía no había sido firmado”.

—Begin pretende haber venido al país…

—Es el título de una película: Una ausencia tan larga. A ese polaco, ¿lo ves heredero del rey Salomón?

En el campamento, tras veinte años de exilio, los refugiados soñaban con su Palestina, nadie osaba saber ni decir que Israel la había arrasado de cabo a rabo, que en el lugar del campo de cebada hay un banco, una central eléctrica en el lugar de una viña trepadora.

—¿Cambiaremos la cerca de la granja?
—Hará falta reconstruir una parte del muro junto a la higuera.
—Todas las cacerolas estarán oxidadas: habrá que comprar bayetas.
—¿Por qué no ponemos también electricidad en la cuadra?
—Ah, se acabaron los vestidos bordados a mano: me darás una máquina de coser y una de bordar.

Las masacres no se perpetraron en silencio y en la oscuridad. Alumbrados por los cohetes luminosos israelíes, los oídos israelíes estaban, desde el jueves por la tarde, a la escucha en Chatila.

La gente mayor de los campamentos de refugiados vivía miserablemente, quizá también en Palestina, pero la nostalgia funcionaba allí de un modo mágico y podía quedar presa de los desgraciados encantos de los campamentos. No es seguro que esta parte de los palestinos los deje con añoranza. En este sentido, una extrema miseria es adictiva. El hombre que la haya conocido, al mismo tiempo que la amargura habrá conocido una alegría extrema, solitaria, incomunicable. Los campamentos de refugiados de Jordania, adosados a pendientes pedregosas, están desnudos, pero en sus periferias hay desnudeces más desoladas: barracones, tiendas agujereadas habitadas por gente cuyo orgullo es luminoso.

Negar que el hombre puede ligarse a miserias visibles y enorgullecerse de ellas y que este orgullo es posible porque la miseria visible tiene por contrapeso una gloria escondida, supone desconocer el alma humana.

La soledad de los muertos, en los campamentos de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y poses de las que no se habían preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campamento, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responderán.

Qué fiestas, qué juergas han tenido lugar allí donde la muerte parecía participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al ejército israelí, que escuchaba, miraba, animaba, reprendía.

—¿Cómo comunicárselo a los parientes que se han ido con Arafat confiando en la promesa de Reagan, de Mitterrand, de Pertini, de no tocar a las poblaciones civiles de los campamentos?

¿Cómo decir que han dejado masacrar a los niños, a los ancianos, a las mujeres, y abandonado los cadáveres sin oraciones? ¿Cómo informarles de que se ignora dónde están enterrados?



Las masacres no se perpetraron en silencio y en la oscuridad. Alumbrados por los cohetes luminosos israelíes, los oídos israelíes estaban, desde el jueves por la tarde, a la escucha en Chatila. Qué fiestas, qué juergas han tenido lugar allí donde la muerte parecía participar de la bacanal de los soldados ebrios de vino, ebrios de odio, y sin duda ebrios de alborozo por complacer al ejército israelí, que escuchaba, miraba, animaba, reprendía. No he visto al ejército israelí escuchando y mirando. He visto lo que hizo.

Al argumento: “Qué ganaba Israel con asesinar a Bechir: entrar en Beirut, restablecer el orden y evitar el baño de sangre”.

—¿Qué ganaba Israel con la masacre de Chatila?
Respuesta: “¿Qué ganaba con entrar en Líbano? Bombardear durante dos meses a la población civil: expulsar y destruir a los palestinos. ¿Qué que quería ganar en Chatila? Destruir a los palestinos”.

Mata hombres, mata muertos. Derriba Chatila. No está ausente de la especulación inmobiliaria que se hará en el terreno: vale cinco millones de francos antiguos el metro cuadrado de terreno arrasado. Pero ¿cuánto valdrá limpio y saneado?…

Escribo en Beirut donde, tal vez debido a la vecindad de la muerte que todavía aflora, todo es más verdadero que en Francia: todo parece suceder como si, cansado, abatido de ser ejemplar, de ser intocable, de explotar lo que cree haber llegado a ser: la santa inquisitorial y vengativa Israel hubiera decidido dejarse juzgar fríamente… (J.G)

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