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El Quijote, las armas y las letras

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Toda lectura es provechosa, con tal de que nos demos cuenta de ello. Algunas lo son menos, otras más y en varias no hay capítulo, página o frase que tenga desperdicio. Entre las últimas se encuentra el Quijote, un libro que no contiene excesos y en el que Cervantes vertió toda la asequible sabiduría humana. A cualquier parte del libro adonde se asome el lector hallará la mejor literatura, además de grata compañía, consuelo, regocijo, motivo de risa y prudente consejo.

Hay uno –entre los ciento veintiséis capítulos que constituyen el Quijote– al que volvemos recurrentemente, por tratarse de uno de los más hondos no sólo del libro, sino de la literatura universal. Es también uno de los capítulos más complejos por la materia que aborda, por la amplitud del tema que discurre, pues a fin de cuentas se trata de los extremos de la vida humana. Nos referimos al afamado discurso de las armas y las letras, al debate sobre el oficio y condición de los hombres dedicados al poder vis a vis los que profesan el arte.

Bien que aún se practica la guerra, ésta se halla más desacreditada que nunca y eso habla bien del género humano. Antiguamente no era así: Esquilo, padre de la tragedia, prefirió que su epitafio aludiese a su participación en la batalla de Maratón antes que a sus méritos como dramaturgo. Cervantes mismo tenía por altísima honra que su brazo hubiese sido inutilizado en la batalla de Lepanto, cuando poco intuía de la fama que le reportarían sus escritos. Y Góngora hacía alarde de los portentos de su tierra en ambos casos: “¡Oh siempre glorïosa patria mía,/ Tanto por plumas cuanto por espadas!”

La última guerra mundial fue la más atroz de que se tenga memoria. Se echó mano de los mecanismos y los artefactos más crueles y denigrantes y culminó con el uso de la desintegración atómica… Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, comentaba el Caballero en su paradójica lucidez ante las primeras armas de fuego, pues con todo y su arrojo temía que una bala privase al mundo de la ocasión de hacerse famoso y conocido por el valor de su brazo y los filos de su espada.

Los actuales conflictos armados –en su mayoría pugnas locales o focalizadas en una zona restringida– usan armamento y mecanismos letales sofisticados, coronados con ingredientes novedosos: la perversión, la insania, el terror. El origen de toda lucha armada se halla en el odio, la envidia, el orgullo, en el temor o la arrogancia, sobre todo. Hoy es común que los motivos sean la ganancia, la obtención de ventajas económicas y no falta el que carece de argumento. ¿Cuánto menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella?

Las guerras civiles y de liberación del siglo pasado contenían todavía algo –sólo un poco– de la dignidad que alguna vez contuvo la guerra, cierto decoro de la antigua lucha armada, en la que no poseía aquel batallar una elaborada estrategia, sino la majestad sagrada de la furia humana. Las guerras mundiales del siglo XX extinguieron cualquier asomo de dignidad, de reconocimiento del valor humano; apagaron todo rastro de decencia de la batalla, tanto por las sofisticación de las armas, que acabaron con el valor y la gallardía que significaba el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, hierro contra hierro, como porque fueron las guerras más inciviles de que se tenga memoria.

La lucha armada representa una acción humana extrema. El ejercicio de las armas lo entendía don Quijote como la disyuntiva muchas veces inevitable de la condición humana, y como el mejor oficio humano de aquella época. Desde un punto de vista vigente no se equivocaba el Caballero, pues en la vida lo que importa primero es vivir y, de hallarnos ayunos de toda disyuntiva, la defensa de la vida a través de la guerra intensifica la sensación vital.

En los tiempos que corren el ejercicio del poder sustituye a lo que don Quijote y la historia señalan como el ejercicio de las armas: el poder es la extensión de la espada y su actual manifestación. En el otro extremo, frente al ejercicio de las armas, del poder, de la historia, se encuentra el mundo del espíritu, y entre uno y otro polo se ubican las demás categorías humanas. La vida no lo es a plenitud si no conviven la materia y el alma. En el cabo opuesto, entonces, el mundo del espíritu habita y se manifiesta en el arte y la cultura y no cabe en la razón entera.

“Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas: no saben lo que dicen”, señala sin remilgos don Quijote. Pero unos párrafos más adelante el mismo Caballero alega que las armas requieren espíritu, como las letras. Dice que el fin de las letras es alcanzar la justicia y que las armas tienen por fin la paz.

En su misteriosa complejidad la vida produce existencias que tocan los extremos de uno y otro ejercicio. Roma, madre y maestra de las instituciones occidentales, fue fructífera en la combinación de ambos: Julio César y Marco Aurelio son ejemplos de esos seres que hacían uso de la espada y de la pluma sin confundirse. En época reciente un ejemplo singular lo representa Winston Churchill, quien como líder de su país encabezó la resistencia mundial contra el nazismo y más tarde escribió una monumental historia de la segunda guerra mundial, con gran calidad literaria. Todos hablamos y escribimos –es sabido–, pero no todos hacemos literatura, y quien adopta el oficio del espíritu se adentra en espacios inusitados.

Las armas y las letras representan, pues, los extremos de los quehaceres humanos, la práctica y la poética de la vida, habría dicho Alfonso Reyes en su lenguaje siempre luminoso. En medio –territorio extenso por definición– caben y se acomodan todos los tonos y cada ser humano se ocupa del suyo. No olvidemos, con todo, que sólo un arte y su ejercicio excede a todos aquellos que los hombres han inventado: la caballería andante.

Por Leandro Arellano

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