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De nueve sílabas

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Nueve son los Señores del Tiempo; nueve, los Infiernos bajo la Tierra, los Bolontikú, y nueve es el número irreductible en el fondo del Kin, del Batún, del Katún y del Uinal, dirían los viejos sacerdotes mayas, que están de moda. Nueve dedos posee el Mono de Nazca. Nueve es el temple del arcano con el signo de Virgo. Nueve es el sitial del extranjero y la puerta de la evasión, aunque el año nono cierra y termina ciclos. Nueve es el cuerpo sutil que tiene la cualidad de la calma, y es llamado “el perfecto” porque nunca se destruye.

Se le considera, además, el número de las esferas. En el Tarot está asociado al ermitaño que busca el conocimiento pero es también el IX de Espadas, carta oscura y angustiosa que sugiere el dolor tangencial: en ella las armas son el fondo de una mujer sentada en el lecho y con la cara entre las manos tras despertar de una pesadilla. Si bien el nueve no es primo, los matemáticos lo consideran un número defectivo o deficiente, porque es mayor que la suma de sus divisores propios:

1 +3 = 4 y 4 < 9

 Cuando se traslada al ámbito de la métrica, y se trabaja con esta medida para crear conjuntos silábicos, tenemos al eneasílabo, el metro más sombrío del español, y uno de los más endiablados. Lo cultivaron Espronceda, Darío y, en tiempos menos antediluvianos, Neruda, en Estravagario y recopilaciones posteriores.

Marcelino Menéndez y Pelayo consideraba que es un verso “duro, ingrato, desapacible al oído y, por lo mismo, muy poco usado” y lo clasificaba en tres cajones de su propia invención: iriartinos, por los que compuso el fabulista de nombre Tomás, esproncedaicos, por los de José de Espronceda, y laverdaicos, en honor a un tal Gumersindo Laverde, poeta, ensayista y burócrata, y cuatísimo de don Marcelino. Una de las fábulas de Iriarte, “El manguito, el abanico y el quitasol”, dice:

Sobre una mesa cierto día

dando estaba conversación

a un Abanico y a un Manguito

un Paraguas o Quitasol;

y en la lengua que en otro tiempo

con la Olla el Caldero habló,

a sus dos compañeros dijo:

“¡Oh, qué buenas alhajas sois!”

El santanderino consideró que “estos versos, sin otro acento que el de la octava, son durísimos, poco o nada cadenciosos, y no resisten la prueba de la lectura. Por eso han sido justamente abandonados en toda composición escrita para ser leída. Pero ayudados de la música llegan a ser tolerables, y por tal razón, es frecuente su uso en los cantables de las zarzuelas”.

Antonio Alatorre, en uno de sus ensayos sobre arte poética, hurgó en los orígenes de este metro en nuestro idioma y lo halló, incrustado entre versos de otras medidas, a partir del siglo XV. Alatorre no halló más que “un ‘cantar’ incrustado en una ‘canción’”, en Don Gil de las calzas verdes de Tirso de Molina:

Borbollicos hacen las aguas

cuando ven a mi bien pasar;

cantan, brincan, bullen y corren

entre conchas de coral;

y los pájaros dejan sus nidos,

y en las ramas del arrayán

vuelan, cruzan, saltan y pican

toronjil, muerta y azahar.

Concluyó el estudioso que el metro de nueve, como ocurre con el de cinco, “nunca se halla en la poesía castellana antigua con el carácter de verso autónomo que tuvo en la provenzal y en la catalana”. Tendré que ver qué dice Pedro Henríquez Ureña en su artículo “La versificación irregular en la poesía castellana”, en donde el sabio dominicano aportó “abundantes datos sobre la historia del eneasílabo y sobre su uso por los poetas cultos”. La cita es de Francisco Márquez Villanueva. Hasta ahora no he conseguido el texto original.

Gabriel Zaíd apuntó que el eneasílabo “no parece natural en español” y que hasta la “Canción de otoño en primavera” de Darío “tiene música arisca”. Juzguen:

Juventud, divino tesoro

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro,

y a veces lloro sin querer.

Según Zaíd, este metro “es uno de los más antiguos en español”, y para probar su dicho nos remite a la jarcha 9 de Yehuda Halevi (siglo XI)

Vaise meu corazón de mib.

Ya Rabb, ¿si se me tornarad?

Tan mal meu doler li-l-habib.

Enfermo yed, ¿cuánd sanarad?

y a la cantiga atribuida a Alfonso X, El Sabio (aunque otros autores la tienen por espuria y posterior), que menciona el imprescindible Tomás Navarro en su Métrica española:

Senhora, por amor [de] Dios

aued alguno duelo de my,

que los mios ojos, como rrios

corren, del dia que uos uy;

Ermanos e primos e tyos,

todo-los yo por uos perdy.

Se uos non penssades de my.

Fy.

Parece un tanto abusivo poner los dos ejemplos anteriores como prueba de Carbono 14 del eneasílabo en la lengua española, habida cuenta que la jarcha no fue escrita en ese idioma sino en árabe andalusí o mozárabe y que la cantiga, como anota el propio Navarro Tomás, y como es el caso en todas las escritas o recopiladas por Alfonso, “es de corte gallego”.

Ultimadamente, la fecha de su aparición es lo de menos. Lo de más es que, así le falte cadencia, parezca más prosa que verso y sea de música arisca, el eneasílabo tiene lo suyo. Veamos a Neruda:

En un principio me hice humo

para que la cenicienta

pasara sin reconocerme.

Me hice el tonto, me hice el delgado,

me hice el sencillo, el transparente:

sólo quería ser ciclista

y correr donde no estuviera.

Luego la ira me invadió

y dije, Muerte, hija de puta,

hasta cuándo nos interrumpes?

No te basta con tantos huesos?

Voy a decirte lo que pienso:

no discriminas, eres sorda

e inaceptablemente estúpida.

 (“Laringe”, en Estravagario)

Pobrecito el eneasílabo, tan denostado y tan deforme como una araña con una pata de más, como unas manos con un dedo de menos, y tan huérfano de referentes celestiales desde que los astrónomos degradaron a Plutón y redujeron el número de planetas a ocho. Vayan estas estrofas en su desagravio:

Nueve infiernos bajo la tierra,

y señores del tiempo, nueve;

nueve dedos posee el mono

que desde el Cielo habrá de verse;

nueve, sitial del extranjero,

dolor lejano en la tangente.

Pálido metro que recita

sus tres por tres que no se acaba,

crisol de tiempos y de blancos

donde se incrustan las palabras,

faro de tiempos y de voces,

las nueve piernas de la nada.

Por Pedro Miguel

Nota de la Bitácora

El Nueve fue el resultado de la creación según la cosmogonía de la ciudad de Heliópolis y simbolizó a la pluralidad en la esfera divina. Según la concepción del mundo de esta localidad, los primeros dioses nacieron gracias a un proceso establecido en tres fases: uno hizo a dos, dos hicieron a dos, dos hicieron a cuatro dando como resultado el nueve. Éste fue uno de los sistemas de creación que más influyeron en el Antiguo Egipto, tanto como para que en algunos textos religiosos se dé por supuesto que la agrupación de nueve entidades divinas no pueda ser otra que la de este lugar.

El nueve era la pluralidad multiplicada por sí misma, la cifra más grande posible antes del comienzo de un nuevo ciclo superior que empezaba con el diez. Por otro lado, simbolizaba a la humanidad hostil, que en Egipto se representaba con los llamados nueve arcos, es decir, los nueve enemigos tradicionales del país.

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De nueve sílabas por Pedro Miguel se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
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