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Cuando el dolor está escrito en el apellido – Por Rosa Meneses

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La tragedia de la familia Samuni simboliza el horror que sufrieron los civiles

Tres años después de ‘Plomo Fundido’, las víctimas están aún traumatizadas

Los niños corretean inquietos por entre los charcos de la calle Samuni. Mientras, los adultos se afanan en reconstruir sus casas. A un lado y otro de la vía embarrada, situada en Zeitun, a pocos kilómetros al sur de la ciudad de Gaza, hay hombres encaramados en los tejados, alineando los bloques de los muros o reparando fachadas.

Esta calle, donde durante generaciones ha vivido el clan de los Samuni junto a sus huertos, quedó reducida a escombros durante los bombardeos israelíes sobre Gaza, que entre diciembre de 2008 y enero de 2009 provocaron más de 1.400 muertos (la mayoría civiles). Hoy, aunque la vida se abre paso a trompicones, la guerra ha dejado en este trozo de tierra una huella indeleble.

Todo el mundo en Gaza conoce la tragedia de los Samuni, una familia que simboliza todos los horrores que viven los civiles de este pequeño territorio palestino bajo bloqueo israelí desde 2006. En la segunda semana de la guerra que Israel emprendió contra Gaza en las navidades de hace tres años, 48 personas en total de esta familia murieron en un solo día, el 5 de enero de 2009, en Zeitun.

Sujud (‘Reverencia a Dios’) tiene casi tres años. Nació en plena ofensiva ‘Plomo Fundido’. Su madre, Nawal, tuvo entonces un parto prematuro debido al ‘shock’ que le produjo perder a tantos de los suyos. Era un 8 de enero de 2009 y Nawal había sobrevivido a la masacre de 29 miembros de su familia más cercana. Los soldados israelíes concentraron a un centenar de civiles, incluidos niños de corta edad, en una casa sin agua ni electricidad. Horas después, la bombardearon.

No han pasado aún tres años, pero el rostro de Nawal ha envejecido como si hubieran sido 20. Ya no es la misma joven. Ahora, sentada en el suelo de su precaria casa, mira con ojos asustados y apenas habla. Las escenas de la masacre se dibujan en las sombras oscuras de su rostro. Sujud, los rizos dorados recogidos en una coleta, corretea ajena a la tragedia. Pero no sus hermanas, especialmente Shaima, de 12 años, que muestra todo su brazo izquierdo con el rastro de las heridas de las bombas de entonces. Su piel está quemada.

El padre de la familia, Mayid Hamdi Samuni, responde con una medio sonrisa cuando se le pregunta por su situación. “Echa un vistazo a la casa y podrás juzgar en qué situación estamos”. Tras el salón sin muebles, hay una cocina desvencijada. Una lona de un saco azul tapa parte del techo. “Del pueblo japonés”, se lee en ella junto a la bandera blanca y roja en forma de diana.

El tejado de uralita apenas tapa la otra parte del tejado, dejando un hueco abierto hasta la lona. “Cuando llueve toda el agua inunda la cocina y en invierno hace mucho frío. No podemos dormir”, explica la pequeña Noor. Mayid Samuni tiene una prole de ocho niñas y cinco hijos que mantener, además de su hermana, Sabah, y la joven esposa de uno de sus hijos, que permanece sentada con toda la familia, cubierta con el ‘niqab’ (velo integral), sin decir una palabra.

“Solía trabajar en el campo, pero ahora no hay faenas que hacer. Todos los cultivos fueron destruidos hace tres años. ¿Sabe de algún trabajo?”, pregunta el hombre. Asegura que no tiene ninguna ayuda del Gobierno. “Sólo han venido las organizaciones extranjeras para tratar las heridas de Shaima”, dice.

Mayid enseña unas cintas de vídeo. Son las grabaciones que la televisión emitió sobre las masacres. Es la historia de los Samuni. “Aquí dentro están todos los que murieron”, afirma. De la pared cuelga un cartel con las fotos de los 29 miembros de su familia muerta. Ancianos, jóvenes, niños. Las caras de las mujeres y niñas están ocultas con una rosa blanca. “Eran vírgenes”, dice Sabah.

En las calles sin asfaltar, pobladas de charcos de aguas inmundas, los niños se arremolinan. Todos quieren escribir sus nombres. Con letras desmesuradamente grandes, los anotan: Aml, Ezat, Seham, Noor, Samah… Tienen una verdadera necesidad de ser escuchados, de que su existencia sea reconocida y recordada.

“Hablar de la masacre no es bueno para ellos, los vuelve a traumatizar. Abre sus heridas y luego cuando los periodistas se van, ellos se quedan con su dolor”, afirma Micaela Sauber, cooperante alemana que trabaja con educadores, niños y mujeres. “Tienen que cerrar capítulo, es mejor para ellos. No es bueno que anden recordando una y otra vez lo que pasó”, afirma.

Pero esta gente quiere contar sus historias, hablar de las heridas que nunca se han cerrado y decirle al mundo que no han podido desasirse de ese sufrimiento que les corroe por dentro como una criatura mitológica.

Hashem Samuni, de 22 años, observa la algarabía de niños desde el otro lado de una valla de alambre de espino. La expresión de sus ojos lo hace parecer como hipnotizado. Quedo, de pie, mirando profundamente, parece un zombi. Lleva una ‘kufiya’ (el pañuelo ajedrezado típico palestino) amarilla enrollada a la cabeza que deja caer sus hilos sobre su frente. Cuando se le pregunta, no deja de hablar, como en trance. Él estaba en una casa cercana el día del bombardeo. Lo narra todo con detalles, como si hubiera ocurrido ayer.

Los soldados israelíes lo detuvieron junto a otras 15 personas y lo mantuvieron esposado hasta el día siguiente. Se levanta la camiseta y enseña una herida de bala cicatrizada en el pecho, a la altura del hombro. De repente, empieza a contar lo que parece ser la continuación de su historia: “Los de Hamas me dispararon”, dice. “Me han detenido muchas veces porque no soy de los suyos”, añade.

“Quiero irme a Europa. No me importa dónde…”, acierta a balbucir. Lo dice cuando ya todos se han ido. Luego, alza la mano en señal de despedida. Hashem se sumerge de nuevo en su mundo de silencio y de dolor.

 Con información de :El Mundo

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