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Ramsés I – El Hijo de la Luz – Christian Jacq

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«Ramsés, el mayor de los vencedores, el rey sol, guardián de la Verdad.» En estos términos describe Jean-Francois Champollion -que abrió las puertas de Egipto cuando descifró los jeroglíficos-, al faraón Ramsés II, a quien profesaba un verdadero culto.

El nombre de Ramsés, es cierto, ha cruzado los siglos y ha vencido el tiempo; él solo encarna el poder y la grandeza del Egipto faraónico, padre espiritual de las civilizaciones occidentales. Durante sesenta y siete años, de 1279 a 1212 a. J.C., Ramsés, el «hijo de la luz», encumbrará la gloria de su país y hará brillar la sabiduría.

En tierras de Egipto, el viajero encuentra a Ramsés a cada paso. Dejó su impronta en una cantidad incalculable de monumentos, tanto en los construidos por sus maestros de obras como en los restaurados bajo su reinado. Todos piensan en los dos templos de Abu Simbel -donde reina para siempre la pareja formada por Ramsés divinizado y Nefertari, la gran esposa real-, en la inmensa sala de columnas del templo de Karnak y en el coloso sentado y sonriente del templo de Luxor.

Ramsés no es un héroe de novela, sino de muchas novelas, de una verdadera epopeya que nos conduce desde su iniciación en la función faraónica bajo la dirección de su padre, Seti, de talla tan impresionante como la del hijo, hasta los últimos días de un monarca que tuvo que superar múltiples pruebas. Es por ello que le he dedicado esta serie de novelas compuesta por cinco volúmenes, para que podamos evocar las extraordinarias dimensiones de un destino en el que participaron personajes tan inolvidables como Seti, su esposa Tuy, la sublime Nefertari, Iset la Bella, el poeta Homero, el encantador de serpientes Setaú, el hebreo Moisés y tantos otros que revivirán a lo largo de sus páginas.

La momia de Ramsés se ha conservado. De los rasgos del gran anciano se desprende una formidable impresión de poder. Muchos visitantes de la sala de momias del museo de El Cairo han tenido la impresión de que iba a salir de su sueño.

Lo que la muerte física le niega a Ramsés, la magia de la novela tiene el poder de dárselo. Gracias a la ficción y a la egiptología es posible compartir sus angustias y sus esperanzas, vivir sus fracasos y sus éxitos, encontrar a las mujeres que amó, padecer las traiciones sufridas y disfrutar de las amistades indestructibles, luchar contra las fuerzas del mal y buscar esa luz de donde todo salió y hacia la cual todo vuelve.

Ramsés el grande… Qué compañero de ruta para un novelista! Desde su primer combate contra un toro salvaje, hasta la sombra apacible de la acacia de Occidente, se juega el destino de un inmenso faraón ligado al de Egipto, el país amado por los dioses. Una tierra de agua y sol, donde las palabras rectitud, justicia y belleza tenían un sentido y se encarnaban en lo cotidiano. Una tierra en la que el más allá y lo terrenal estaban en contacto permanente, donde la vida podía renacer de la muerte, en que la presencia de lo invisible era palpable, donde el amor por la vida y lo imperecedero expandía el corazón de los seres y los tornaba jubilosos.

En verdad, el Egipto de Ramsés.

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El toro salvaje, inmóvil, miraba fijamente al joven Ramsés.

El animal era enorme; con las patas gruesas como columnas y largas orejas colgantes, una barba tiesa en la mandíbula inferior y el pelaje pardo y negro, acababa de sentir la presencia del muchacho.

Ramsés estaba fascinado con los cuernos del animal, unidos y abultados en la base antes de curvarse hacia atrás y dirigirse hacia arriba, formando una especie de casco terminado en puntas aceradas, capaces de desgarrar la carne de cualquier adversario.

El muchacho jamás había visto un toro tan grande.

El animal pertenecía a una raza temible, que los mejores cazadores dudaban en desafiar; apacible en medio del rebaño, compasivo con sus congéneres heridos o enfermos, atento al cuidado de los toros jóvenes, el macho se convertía en un guerrero aterrador cuando se turbaba su quietud. Furioso a la menor provocación, embestía a una velocidad sorprendente y no se calmaba hasta abatir a su adversario.

Ramsés retrocedió un paso.

La cola del toro salvaje fustigó el aire; lanzó una mirada feroz al intruso que había osado aventurarse en sus tierras, unos pastos cercanos a un marjal en el que crecían altas cañas. No lejos de allí, una vaca paría, rodeada por sus compañeras. En aquellas soledades del borde del Nilo, el gran macho reinaba en su manada y no toleraba ninguna presencia extraña.

El joven había confiado en que la vegetación lo ocultaría; pero los marrones ojos del toro, hundidos en las órbitas, no lo abandonaban. Ramsés comprendió que no tendría escapatoria.

Lívido, se volvió lentamente hacia su padre.

Seti, el faraón de Egipto, aquel al que llamaban «el toro victorioso>, se mantenía a unos diez pasos detrás de su hijo.

Su sola presencia -se decía- paralizaba a sus enemigos; su inteligencia, aguzada como el pico del halcón, iba en todas direcciones y no había nada que ignorase. Esbelto, con el rostro severo, la frente alta, la nariz arqueada, los pómulos salientes, Seti encarnaba la autoridad. Venerado y temido, el monarca había devuelto a Egipto la gloria de antaño.

A los catorce años, Ramsés, cuya estatura era ya la de un adulto, se encontraba con su padre por primera vez.

Hasta entonces había sido criado en el palacio por un ayo encargado de enseñarle a convertirse en un hombre de valor, que, como hijo de rey, pasaría días felices desempeñando una alta función. Pero Seti lo había arrancado de su clase de jeroglíficos para llevarlo a pleno campo, lejos de cualquier aldea.

Ni una palabra había sido pronunciada.

Cuando la vegetación se hizo demasiado densa, el rey y su hijo ya habían abandonado el carro tirado por dos caballos y se habían internado en las altas hierbas. Una vez franqueado el obstáculo, habían ido a parar al territorio del toro.

Entre el animal salvaje y el faraón, ¿cuál era el más pavoroso? Tanto de uno como de otro se desprendía un poder que el joven Ramsés se sentía incapaz de dominar. Afirmaban los narradores que el toro es un animal celeste, animado por el friego del otro mundo, y que el faraón confraternizaba con los dioses. A pesar de su estatura, su robustez y el rechazo del miedo, el adolescente se sentía atrapado entre dos fuerzas casi cómplices.

-Me ha descubierto -confesó con voz que quería ser resuelta.

-Tanto mejor.

Las dos primeras palabras pronunciadas por su padre resonaron como una condena.

-Es enorme, es…

-¿Y tú, quién eres tú?

La pregunta sorprendió a Ramsés. Con la pata delantera izquierda, el toro escarbaba furiosamente el suelo; garzas y garcetas remontaban el vuelo, como si abandonaran un campo de batalla.

-¿Eres un cobarde o el hijo de un rey?

La mirada de Seti traspasaba el alma.

-Me gusta luchar, pero…

-Un verdadero hombre llega al final de sus fuerzas. Un rey, más allá de ellas; si no eres capaz de ello, no
reinarás y no volveremos a vernos. Ninguna prueba debe hacerte flaquear.

Vete, si lo deseas; si no, captúralo.

Ramsés osó alzar los ojos y sostener la mirada de su padre.

-Me enviáis a la muerte.

-«Sé un toro poderoso de eterna juventud, de corazón firme y de cuernos acerados, que ningún enemigo pueda vencer>, me dijo mi padre; tú, Ramsés, saliste del vientre de tu madre como un auténtico toro, y debes convertirte en un sol radiante que lance sus rayos por el bien de tu pueblo. Te ocultabas en mi mano como una estrella. Hoy abro los dedos. Brilla o desaparece.

El toro emitió un mugido; el diálogo de los intrusos lo irritaba. A su alrededor, todos los ruidos del campo se extinguieron; del roedor al pájaro, cada uno percibía la inminencia del combate.

Ramsés dio la cara.

En la lucha con manos libres había vencido a adversarios más pesados y más fuertes que él, gracias a las llaves que le había enseñado su ayo. Pero, ¿qué estrategia adoptar ante un monstruo de aquel tamaño?

Seti entregó a su hijo una larga cuerda con un nudo corredizo.

-Su fuerza está en su cabeza; atrápalo por los cuernos y lo vencerás.

El joven recobró la esperanza; durante las luchas náuticas en el lago de recreo del palacio se había ejercitado en el manejo de las cuerdas.

-En cuanto el toro oiga el silbido del lazo -advirtió el faraón- se abalanzará sobre ti; no falles, pues no dispondrás de una segunda oportunidad.

Ramsés repitió el gesto con el pensamiento y se envalentonó en silencio. A pesar de su corta edad, medía más de un metro setenta y exhibía la musculatura de un atleta que practica varios deportes; ¡cómo le irritaba el rizo de la infancia, sujeto por una cinta a la altura de la oreja, adorno ritual confeccionado con sus magníficos cabellos rubios! En cuanto fuera titular de un puesto en la corte, sería autorizado a llevar otro peinado.

Pero, ¿el destino le daría el tiempo suficiente? Por cierto, en muchas ocasiones, y no sin fanfarronería, el fogoso joven había solicitado pruebas dignas de él. No sospechaba que el faraón en persona respondería a sus deseos de manera tan desmesurada.

Irritado por el olor del hombre, el toro no esperaría mucho tiempo. Ramsés apretó la cuerda. Cuando el animal se sintiera capturado, necesitaría desplegar la fuerza de un coloso para inmovilizarlo. Puesto que aún no la poseía, iría más allá de sí mismo, aunque le estallara el corazón.
No, no decepcionaría al faraón.

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Ramsés hizo voltear el lazo; el toro se abalanzó con los cuernos por delante.

Sorprendido por la velocidad del animal, el joven se aparto dando dos pasos hacia un lado, extendió el brazo derecho y lanzó el lazo, que onduló como una serpiente y golpeó el lomo del toro. Al terminar el movimiento, Ramsés resbaló en el húmedo suelo y cayó en el momento en que los cuernos se aprestaban a ensartarlo. Le rozaron el pecho sin que él cerrara los ojos.

Había querido ver la muerte de frente.

Irritado, el toro continuó su carrera hasta el cañizal y se volvió de un salto; Ramsés, que se había levantado, fijó su mirada en la del animal. Lo desafiaría hasta el último momento y probaría a Seti que el hijo de un rey sabía morir dignamente.

El impulso del monstruo fue atajado en seco; la cuerda que sostenía firmemente el faraón rodeaba sus cuernos. Loco de furia, sacudiendo la cabeza y exponiéndose a romperse la nuca, el animal intentó liberarse pero fue en vano; Seti utilizaba su enorme fuerza para volverla contra él.

-¡Agárrale el rabo! -ordenó a su hijo.

Ramsés corrió y cogió la cola casi desnuda, provista de un mechón de crin en el extremo, la cola que el faraón llevaba colgada a la cintura de su taparrabo, como dueño del poder del toro.

Vencido, el animal se calmó, contentándose con resoplar y gruñir. El rey lo soltó, tras indicar a Ramsés que se colocara detrás de él.

-Esta especie es indomable; un macho como éste arremete a través del fuego y el agua, e incluso sabe ocultarse detrás de un árbol para sorprender mejor a su enemigo.

El animal ladeó la cabeza y miró un instante a su adversario. Como si se supiera impotente frente al faraón, se alejó con paso tranquilo hacia su territorio.

-¡Vos sois más fuerte que él!

-Ya no somos adversarios porque hemos cerrado un pacto.

Seti sacó un puñal de un estuche de cuero y, con un gesto rápido y preciso, cortó el rizo de la infancia. -Padre mío…

-Tu infancia ha muerto; la vida empieza mañana, Ramsés.

-No he vencido al toro.

-Has vencido el miedo, el primero de los camino de la sabiduría.

-¿Y hay muchos otros?

-Sin duda más que granos de arena en el desierto.

La pregunta ardía en los labios del joven.

-¿Debo entender… que me habéis elegido como sucesor?

-¿Crees que basta con el coraje para gobernar a los hombres?

Sary, el ayo de Ramsés, recorría el palacio en todas direcciones en busca de su alumno. No era la primera vez que el joven desertaba de la clase de matemáticas para ocuparse de los caballos o para organizar un concurso de natación con su grupo de amigos, disipados y rebeldes.

Sary, barrigón y jovial, detestaba el ejercicio Físico y echaba pestes sin cesar contra su discípulo, pero se inquietaba a la menor travesura. Su matrimonio con una mujer mucho menor que él, la hermana mayor de Ramsés, le había servido para ocupar el envidiado puesto de ayo del príncipe.

Envidiado… ¡por aquellos que no conocían el carácter obstinado y difícil del hijo menor de Seti! Sin una paciencia innata y una tenacidad para abrir la mente de un chiquillo a menudo insolente y demasiado seguro de sí, Sary habría debido renunciar a su tarea. Conforme a la tradición, el faraón no se ocupaba de la educación de sus hijos menores; esperaba el momento en que el adulto aparecía bajo las formas del adolescente para conocerlo y probarlo, a fin de saber si sería digno de reinar. En el caso presente, la decisión se había tomado hacia mucho tiempo: sería Chenar, el hermano mayor de Ramsés, quien subiría al trono. Aún había que canalizar la fogosidad del pequeño para convertirlo, en el mejor de los casos, en un buen general o, en el peor, en un cortesano satisfecho.

Sary, con sus treinta años bien cumplidos, habría pasado gustoso el tiempo al borde del estanque de su villa, en compañía de su esposa de veinte. Pero ¿no se habría aburrido? Gracias a Ramsés, ningún día se parecía al anterior. El ansia de vivir de aquel muchacho era inagotable; su imaginación, sin limites; había aburrido a varios ayos antes de aceptar a Sary.

A pesar de sus frecuentes rencillas, este último lograba sus fines: abrir la mente del joven a todas las ciencias que debía conocer y practicar un escriba. Sin que lo confesara, aguzar la desatada inteligencia de Ramsés con intuiciones a veces excepcionales era un verdadero placer.

Desde hacia algún tiempo, el joven cambiaba. Él, que no soportaba un minuto de inactividad, se demoraba en las Máximas del viejo sabio Ptah-hotep; Sary incluso lo había sorprendido soñando mientras miraba el vuelo de las golondrinas a la luz de la mañana. La madurez intentaba realizar su obra; en muchos seres, fracasaba. El ayo se preguntaba de qué madera estaría hecho Ramsés si el fuego de la juventud se transformara en otro fuego, menos indisciplinado pero igualmente vigoroso.

¿Cómo no sentirse inquieto ante tantos dones? En la corte, como en cualquier capa de la sociedad, los mediocres, cuya perpetuación estaba asegurada, le cobraban antipatía, incluso odio, aquellos cuya personalidad hacía aún más deslucida su insignificancia. Aunque la sucesión de Seti no suscitó perplejidad y Ramsés no tuvo que preocuparse en absoluto de las inevitables intrigas fomentadas por los hombres de poder, sus días futuros quizá serían menos risueños de lo previsto. Algunos, empezando por su propio hermano, ya pensaban en apartarlo de las funciones mayores del Estado. ¿En qué se convertiría, relegado en una lejana provincia? ¿Se acostumbraría a una existencia campesina y al simple ritmo de las estaciones?

Sary no había osado desvelar sus tormentos a la hermana de su discípulo, cuya charlatanería temía. En cuanto a abrirse a Seti, era imposible; verdugo del trabajo, el faraón estaba demasiado ocupado en gestionar el país, cada día más floreciente, para prestar atención a los estados de ánimo de un educador.

Era bueno que el padre y el hijo no tuvieran ningún contacto; frente a un ser tan poderoso como Seti, Ramsés no habría tenido otra elección que la rebelión o la aniquilación. En realidad, la tradición tenía cosas positivas; los padres no eran los mejor situados para criar a sus hijos.

La actitud de Tuy, gran esposa real y madre de Ramsés, era muy diferente; Sary era uno de los pocos en constatar su marcada preferencia por su hijo menor. Cultivada, refinada, conocía las cualidades y los defectos de cada cortesano; reinando como auténtica soberana en la casa real, velaba sobre el estricto respeto de la etiqueta y gozaba tanto de la estima de los nobles como de la del pueblo. Pero Sary tenía miedo de Tuy; si la importunaba con temores ridículos, se desacreditaría. La reina no apreciaba a los charlatanes; una acusación infundada le parecía tan grave como una mentira. Más valía callar antes que pasar por un profeta de mal augurio.

A pesar de la repugnancia que le producía, Sary se dirigió a las cuadras; temía a los caballos y a sus coces, detestaba la compañía de los palafreneros y más aún la de los jinetes, apasionados por hazañas inútiles. Indiferente a las burlas que saludaron su paso, el ayo buscaba a su discípulo; nadie lo había visto desde hacía dos días, y todos se asombraban de esta ausencia.

Durante horas, olvidándose incluso de almorzar, Sary intentó encontrar a Ramsés. Cuando cayó la noche, agotado, cubierto de polvo, se resignó a volver a palacio. Pronto debería dar cuenta de la desaparición de su discípulo y probar que era por completo ajeno a ese drama. ¿Y cómo afrontar a la hermana del príncipe?

Taciturno, el ayo omitió saludar a sus colegas que salían de la sala de clases; tan pronto amaneciera el día siguiente, interrogaría, sin gran esperanza, a los mejores amigos de Ramsés.

Si no lograba algún indicio, habría que admitir la horrible realidad.

¿Qué falta había cometido Sary contra los dioses para ser torturado así por un genio maligno? Que se rompiera su carrera tenía que ver con la injusticia más manifiesta; se le expulsaría de la corte, su esposa lo repudiaría, ¡sería reducido a la condición de lavandero! Horrorizado ante la idea de sufrir tal descrédito, Sary se sentó a la manera de los escribas en su lugar habitual.

Habitualmente, frente a él, Ramsés estaba ora atento, ora pensativo, pero siempre capaz de ofrecerle una réplica inesperada. A los ocho años había logrado trazar los jeroglíficos con mano firme y calcular el ángulo de la pendiente de una pirámide… porque el ejercicio le había gustado.

El ayo cerró los ojos para conservar en la memoria los mejores momentos de su ascenso social.

-¿Estás enfermo, Sary?

Aquella voz… ¡Aquella voz, ya grave y autoritaria!

-¿Eres tú, de verdad eres tú?

-Si duermes, continúa; si no, mira.

Sary abrió los ojos.

Era Ramsés, también cubierto de polvo, pero con los ojos brillantes.

-Ambos necesitamos lavarnos, ¿dónde te habías metido, ayo?

-En lugares insalubres, como las cuadras.

-¿Me estabas buscando?

Estupefacto, Sary se levantó y giró alrededor de Ramsés.

-¿Qué has hecho con tu rizo de infancia?

-Mi propio padre me lo ha cortado.

-¡Imposible! El ritual exige que…

-¿Pones en duda mi palabra?

-Perdóname.

-Siéntate, ayo, y escucha.

Sary, impresionado por el tono del príncipe, que ya no era un niño, obedeció.

-Mi padre me ha hecho pasar la prueba del toro salvaje.

-Eso… ¡eso no es posible!

-No he salido vencedor pero he hecho frente al monstruo, y creo… ¡que mi padre me ha elegido como futuro regente!

-No, mi príncipe; el designado es tu hermano mayor.

-¿Ha pasado él la prueba del toro?

-Seti sólo quería enfrentarte al peligro que tanto te gusta.

-¿Habría malgastado su tiempo por tan poco? Me ha llamado hacia él, ¡estoy seguro!

-No te exaltes, renuncia a esa locura.

-¿Locura?

-Muchas personalidades influyentes de aprecian demasiado.

-¿Qué me reprochan?

-El que seas tú mismo.

-¿Quieren que sea uno del montón?

-La razón lo exige.

-La razón no tiene la fuerza de un toro.

-Los juegos del poder son más crueles de lo que te imaginas; la valentía no basta para salir vencedor de ellos.

-Pues bien, tú me ayudarás.

-¿Qué?

-Conoces bien las costumbres de la corte; identifica a mis amigos y a mis enemigos, y aconséjame luego.

-No me pidas tanto… Sólo soy tu ayo.

-¿Olvidas acaso que mi infancia ha muerto? O te conviertes en mi preceptor o nos separamos.

-Me obligas a tomar riesgos innecesarios y tú no tienes talla para el poder supremo; tu hermano mayor se prepara para ello desde hace mucho tiempo. Si lo provocas, te destruirá.

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